Ilíada, XXII, 289- 375 Muerte de Héctor a manos de Aquiles
Fuente: http://es.wikisource.org/wiki/La_Il%C3%ADada
365 —¡Muere! Y yo perderé la vida cuando Zeus y los demás
dioses inmortales dispongan que se cumpla mi destino.
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289 Así habló; y blandiendo la ingente lanza, despidióla
sin errar el tiro; pues dio un bote en el escudo del Pelida. Pero la lanza fue
rechazada por la rodela, y Héctor se irritó al ver que aquélla había sido
arrojada inútilmente por su brazo; paróse, bajando la cabeza pues no tenía otra
lanza de fresno y con recia voz llamó a Deífobo, el de luciente escudo, y le
pidió una larga pica. Deífobo ya no estaba a su vera. Entonces Héctor
comprendiólo todo, y exclamo:
297 —¡Oh! Ya los dioses me llaman a la muerte. Creía que
el héroe Deífobo se hallaba conmigo, pero está dentro del muro, y fue Atenea
quien me engañó. Cercana tengo la perniciosa muerte, que ni tardará ni puedo
evitarla. Así les habrá placido que sea, desde hace tiempo, a Zeus y a su hijo,
el Flechador; los cuales, benévolos para conmigo, me salvaban de los peligros.
Cumplióse mi destino. Pero no quisiera morir cobardemente y sin gloria; sino
realizando algo grande que llegara a conocimiento de los venideros.
306 Esto dicho, desenvainó la aguda espada, grande y
fuerte, que llevaba al costado. Y encogiéndose, se arrojó como el águila de
alto vuelo se lanza a la llanura, atravesando las pardas nubes, para arrebatar
la tierna corderilla o la tímida liebre; de igual manera arremetió Héctor
blandiendo la aguda espada. Aquileo embistióle, a su vez, con el corazón
rebosante de feroz cólera: defendía su pecho con el magnífico escudo labrado, y
movía el luciente casco de cuatro abolladuras, haciendo ondear las bellas y
abundantes crines de oro que Hefesto colocara en la cimera. Como el Véspero,
que es el lucero más hermoso de cuantos hay en el cielo, se presenta rodeado de
estrellas en la obscuridad de la noche; de tal modo brillaba la pica de larga
punta que en su diestra blandía Aquileo, mientras pensaba en causar daño al
divino Héctor y miraba cuál parte del hermoso cuerpo del héroe ofrecería menos
resistencia. Este lo tenía protegido por la excelente armadura que quitó a
Patroclo después de matarle, y sólo quedaba descubierto el lugar en que las
clavículas separan el cuello de los hombros, la garganta, que es el sitio por
donde más pronto sale el alma: por allí el divino Aquileo envasóle la pica a
Héctor, que ya le atacaba, y la punta, atravesando el delicado cuello, asomó
por la nuca. Pero no le cortó el garguero con la pica de fresno que el bronce
hacia ponderosa, para que pudiera hablar algo y responderle. Héctor cayó en el
polvo, y el divino Aquileo se jactó del triunfo, diciendo:
331 —¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin
duda te creíste salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio!
Quedaba yo como vengador, mucho más fuerte que él, en las cóncavas naves, y te
he quebrado las rodillas. A ti los perros y las aves te despedazarán
ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres.
337 Con lánguida voz respondióle Héctor, el de tremolante
casco:
—Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus
padres: ¡No permitas que los perros me despedacen y devoren junto a las naves
aqueas! Acepta el bronce y el oro que en abundancia te darán mi padre y mi
veneranda madre, y entrega a los míos el cadáver para que lo lleven a mi casa,
y los troyanos y sus esposas lo pongan en la pira.
344 Mirándole con torva faz, le contestó Aquileo, el de
los pies ligeros:
—No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis
padres. Ojalá el furor y el coraje me incitaran a cortar tus carnes y a
comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has inferido! Nadie podrá apartar de tu
cabeza a los perros, aunque me den diez o veinte veces el debido rescate y me
prometan más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a peso de oro; ni aun
así, la veneranda madre que te dio a luz te pondrá en un lecho para llorarte,
sino que los perros y las aves de rapiña destrozarán tu cuerpo.
355 Contestó, ya moribundo, Héctor, el de tremolante
casco:
— ¡Bien te conozco, y no era posible que te persuadiese,
porque tienes en el pecho un corazón de hierro. Guárdate de que atraiga sobre
ti la cólera de los dioses, el día en que Paris y Febo Apolo te harán perecer,
no obstante tu valor, en las puertas Esceas.
361 Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su
manto: el alma voló de los miembros y descendió al Hades, llorando su suerte,
porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven. Y el divino Aquileo le dijo, aunque
muerto le viera:
367 Dijo; arrancó del cadáver la broncínea lanza y,
dejándola a un lado, quitóle de los hombros las ensangrentadas armas. Acudieron
presurosos los demás aqueos, admiraron todos el continente y la arrogante
figura de Héctor y ninguno dejó de herirle. Y hubo quien, contemplándole, habló
así a su vecino:
373 —¡Oh dioses! Héctor es ahora mucho más blando en
dejarse palpar que cuando incendió las naves con el ardiente fuego.
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