Ilíada, I, 1-171 Invocación a la Musa, la peste y asamblea de los Aqueos.
1 Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó
infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de
héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves -cumplíase la voluntad
de Zeus- desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el
divino Aquiles.
8 ¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan?
El hijo de Leto y de Zeus. Airado con el rey, suscitó en el ejército maligna
peste, y los hombres pe-recían por el ultraje que el Atrida infiriera al
sacerdote Crises. Éste, deseando redimir a su hija, se había presentado en las
veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas de Apolo, el que
hiere de lejos, que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos los aqueos, y
particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba:
17 -¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Los dioses, que poseen
olímpicos palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar
felizmente a la patria! Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate,
venerando al hijo de Zeus, a Apolo, el que hiere de lejos.
22 Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetara al sacerdote y se
admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, a quien no plugo el
acuerdo, le despidió de mal modo y con altaneras voces:
26 -No dé yo contigo, anciano, cerca de las cóncavas naves, ya porque ahora
demores tu partida, ya porque vuelvas luego, pues quizás no te valgan el cetro
y las ínfulas del dios. A aquélla no la soltaré; antes le sobrevendrá la vejez
en mi casa, en Argos, lejos de su patria, trabajando en el telar y aderezando
mi lecho. Pero vete; no me irrites, para que puedas irte más sano y salvo.
33 Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Fuese en
silencio por la orilla del estruendoso mar; y, mientras se alejaba, dirigía
muchos ruegos al soberano Apolo, a quien parió Leto, la de hermosa cabellera:
37 -¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina
Cila, a imperas en Ténedos poderosamente! ¡Oh Esminteo! Si alguna vez adorné tu
gracioso templo o
quemé en tu honor pingües muslos de toros o de cabras, cúmpleme este voto:
¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!
43 Así dijo rogando. Oyóle Febo Apolo e, irritado en su corazón, descendió
de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las
saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse.
Iba parecido a la noche. Sentóse lejos de las naves, tiró una flecha y el arco
de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los
mulos y los ágiles perros; mas luego dirigió sus amargas saetas a los hombres,
y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.
53 Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En el
décimo, Aquiles convocó al pueblo al ágora: se lo puso en el corazón Hera, la
diosa de los níveos brazos, que se interesaba por los dánaos, a quienes veía
morir. Acudieron éstos y, una vez reunidos, Aquiles, el de los pies ligeros, se
levantó y dijo:
59 -¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes,
si escapamos de la muerte; pues, si no, la guerra y la peste unidas acabarán
con los aqueos. Mas, ea, consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete de
sueños -pues también el sueño procede de Zeus-, para que nos diga por qué se
irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún voto o hecatombe,
y si quemando en su obsequio grasa de corderos y de cabras escogidas, querrá
libramos de la peste.
68 Cuando así hubo hablado, se sentó. Levantóse entre ellos Calcante
Testórida, el mejor de los augures -conocía lo presente, lo futuro y lo pasado,
y había guiado las naves aqueas hasta Ilio por medio del arte adivinatoria que
le diera Febo Apolo-, y benévolo los arengó diciendo:
74 -¡Oh Aquiles, caro a Zeus! Mándasme explicar la cólera de Apolo, del
dios que hiere de lejos. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que
estás pronto a defenderme de palabra y de obra, pues temo irritar a un varón
que goza de gran poder entre los argivos todos y es obedecido por los aqueos.
Un rey es más poderoso que el inferior contra quien se enoja; y, si bien en el
mismo día refrena su ira, guarda luego rencor hasta que logra ejecutarlo en el
pecho de aquél. Dime, pues, si me salvarás.
84 Y contestándole, Aquiles, el de los pies ligeros, le dijo:
85 -Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio que sabes; pues ¡por
Apolo, caro a Zeus; a quien tú, Calcante, invocas siempre que revelas oráculos
a los dánaos!, ninguno de ellos pondrá en ti sus pesadas manos, cerca de las
cóncavas naves, mientras yo viva y vea la luz acá en la tierra, aunque hablares
de Agamenón, que al presente se jacta de ser en mucho el más poderoso de todos
los aqueos.
92 Entonces cobró ánimo y dijo el eximio vate:
93 -No está el dios quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, sino a
causa del ultraje que Agamenón ha inferido al sacerdote, a quien no devolvió la
hija ni admitió el rescate. Por esto el que hiere de lejos nos causó males y
todavía nos causará otros. Y no librará a los dánaos de la odiosa peste, hasta
que sea restituida a su padre, sin premio ni rescate, la joven de ojos vivos, y
llevemos a Crisa una sagrada hecatombe. Cuando así le hayamos aplacado,
renacerá nuestra esperanza. 101 Dichas estas palabras, se sentó. Levantóse al
punto el poderoso héroe Agamenón Atrida, afligido, con las negras entrañas
llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante fuego; y, encarando a
Calcante la torva vista, exclamó:
106-¡Adivino de males! jamás me has anunciado nada grato. Siempre te
complaces en profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste nada bueno. Y
ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el que hiere de lejos les envía
calamidades, porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven
Criseide, a quien anhelaba tener en mi casa. La prefiero, ciertamente, a
Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni
en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza. Pero, aun así y todo,
consiento en devolverla, si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no
que perezca. Pero preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el
único argivo que sin ella se quede; lo cual no parecería decoroso. Ved todos
que se va a otra parte la que me había correspondido.
121 Replicóle en seguida el celerípede divino Aquiles:
122 -¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de todos! ¿Cómo pueden darte
otra recompensa los magnánimos aqueos? No sabemos que existan en parte alguna
cosas de la comunidad, pues las del saqueo de las ciudades están repartidas, y
no es conveniente obligar a los hombres a que nuevamente las junten. Entrega
ahora esa joven al dios, y los aqueos te pagaremos el triple o el cuádruple, si
Zeus nos permite algún día tomar la bien murada ciudad de Troya.
130 Y, contestándole, el rey Agamenón le dijo:
131 Aunque seas valiente, deiforme Aquiles, no ocultes así tu pensamiento,
pues no podrás burlarme ni persuadirme. ¿Acaso quieres, para conservar tu
recompensa, que me quede sin la mía, y por esto me aconsejas que la devuelva?
Pues, si los magnánimos aqueos me dan otra conforme a mi deseo para que sea
equivalente... Y si no me la dieren, yo mismo me apoderaré de la tuya o de la
de Ayante, o me llevaré la de Ulises, y montará en cólera aquél a quien me
llegue. Mas sobre esto deliberaremos otro día. Ahora, ea, echemos una negra
nave al mar divino, reunamos los convenientes remeros, embarquemos víctimas
para una hecatombe y a la misma Criseide, la de hermosas mejillas, y sea
capitán cualquiera de los jefes: Ayante, Idomeneo, el divino Ulises o tú,
Pelida, el más portentoso de todos los hombres, para que nos aplaques con
sacrificios al que hiere de lejos. 148 Mirándolo con torva faz, exclamó
Aquiles, el de los pies ligeros:
149 -¡Ah, impudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto a obedecer tus
órdenes ni un aqueo siquiera, para emprender la marcha o para combatir
valerosamente con otros hombres? No he venido a pelear obligado por los
belicosos troyanos, pues en nada se me hicieron culpables -no se llevaron nunca
mis vacas ni mis caballos, ni destruyeron jamás la cosecha en la fértil Ftía,
criadora de hombres, porque muchas umbrías montañas y el ruidoso mar nos
separan-, sino que te seguimos a ti, grandísimo insolente, para darte el gusto
de vengaros de los troyanos a Menelao y a ti, ojos de perro. No fijás en esto la
atención, ni por ello te tomas ningún cuidado, y aun me amenazas con quitarme
la recompensa que por mis grandes fatigas me dieron los aqueos. Jamás el botín
que obtengo iguala al tuyo cuando éstos entran a saco una populosa ciudad de
los troyanos: aunque la parte más pesada de la impetuosa guerra la sostienen
mis manos, tu recompensa, al hacerse el reparto, es mucho mayor; y yo vuelvo a
mis naves, teniéndola pequeña, aunque grata, después de haberme cansado en el
combate. Ahora me iré a Ftía, pues lo mejor es regresar a la patria en las
cóncavas naves: no pienso permanecer aquí sin honra para procurarte ganancia y
riqueza.
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