sábado, 21 de septiembre de 2013

Invocación, la peste y asamblea de los Aqueos

Ilíada, I, 1-171 Invocación a la Musa, la peste y asamblea de los Aqueos.

1 Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves -cumplíase la voluntad de Zeus- desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.

8 ¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo de Leto y de Zeus. Airado con el rey, suscitó en el ejército maligna peste, y los hombres pe-recían por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises. Éste, deseando redimir a su hija, se había presentado en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas de Apolo, el que hiere de lejos, que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba:

17 -¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Los dioses, que poseen olímpicos palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la patria! Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Zeus, a Apolo, el que hiere de lejos.

22 Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetara al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, a quien no plugo el acuerdo, le despidió de mal modo y con altaneras voces:

26 -No dé yo contigo, anciano, cerca de las cóncavas naves, ya porque ahora demores tu partida, ya porque vuelvas luego, pues quizás no te valgan el cetro y las ínfulas del dios. A aquélla no la soltaré; antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos, lejos de su patria, trabajando en el telar y aderezando mi lecho. Pero vete; no me irrites, para que puedas irte más sano y salvo.

33 Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Fuese en silencio por la orilla del estruendoso mar; y, mientras se alejaba, dirigía muchos ruegos al soberano Apolo, a quien parió Leto, la de hermosa cabellera:

37 -¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila, a imperas en Ténedos poderosamente! ¡Oh Esminteo! Si alguna vez adorné tu gracioso templo o
quemé en tu honor pingües muslos de toros o de cabras, cúmpleme este voto: ¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!

43 Así dijo rogando. Oyóle Febo Apolo e, irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la noche. Sentóse lejos de las naves, tiró una flecha y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y los ágiles perros; mas luego dirigió sus amargas saetas a los hombres, y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.

53 Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En el décimo, Aquiles convocó al pueblo al ágora: se lo puso en el corazón Hera, la diosa de los níveos brazos, que se interesaba por los dánaos, a quienes veía morir. Acudieron éstos y, una vez reunidos, Aquiles, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:

59 -¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes, si escapamos de la muerte; pues, si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos. Mas, ea, consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete de sueños -pues también el sueño procede de Zeus-, para que nos diga por qué se irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y de cabras escogidas, querrá libramos de la peste.

68 Cuando así hubo hablado, se sentó. Levantóse entre ellos Calcante Testórida, el mejor de los augures -conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las naves aqueas hasta Ilio por medio del arte adivinatoria que le diera Febo Apolo-, y benévolo los arengó diciendo:

74 -¡Oh Aquiles, caro a Zeus! Mándasme explicar la cólera de Apolo, del dios que hiere de lejos. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás pronto a defenderme de palabra y de obra, pues temo irritar a un varón que goza de gran poder entre los argivos todos y es obedecido por los aqueos. Un rey es más poderoso que el inferior contra quien se enoja; y, si bien en el mismo día refrena su ira, guarda luego rencor hasta que logra ejecutarlo en el pecho de aquél. Dime, pues, si me salvarás.

84 Y contestándole, Aquiles, el de los pies ligeros, le dijo:

85 -Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio que sabes; pues ¡por Apolo, caro a Zeus; a quien tú, Calcante, invocas siempre que revelas oráculos a los dánaos!, ninguno de ellos pondrá en ti sus pesadas manos, cerca de las cóncavas naves, mientras yo viva y vea la luz acá en la tierra, aunque hablares de Agamenón, que al presente se jacta de ser en mucho el más poderoso de todos los aqueos.

92 Entonces cobró ánimo y dijo el eximio vate:

93 -No está el dios quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, sino a causa del ultraje que Agamenón ha inferido al sacerdote, a quien no devolvió la hija ni admitió el rescate. Por esto el que hiere de lejos nos causó males y todavía nos causará otros. Y no librará a los dánaos de la odiosa peste, hasta que sea restituida a su padre, sin premio ni rescate, la joven de ojos vivos, y llevemos a Crisa una sagrada hecatombe. Cuando así le hayamos aplacado, renacerá nuestra esperanza. 101 Dichas estas palabras, se sentó. Levantóse al punto el poderoso héroe Agamenón Atrida, afligido, con las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante fuego; y, encarando a Calcante la torva vista, exclamó:

106-¡Adivino de males! jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste nada bueno. Y ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el que hiere de lejos les envía calamidades, porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseide, a quien anhelaba tener en mi casa. La prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza. Pero, aun así y todo, consiento en devolverla, si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Pero preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único argivo que sin ella se quede; lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se va a otra parte la que me había correspondido.

121 Replicóle en seguida el celerípede divino Aquiles:

122 -¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de todos! ¿Cómo pueden darte otra recompensa los magnánimos aqueos? No sabemos que existan en parte alguna cosas de la comunidad, pues las del saqueo de las ciudades están repartidas, y no es conveniente obligar a los hombres a que nuevamente las junten. Entrega ahora esa joven al dios, y los aqueos te pagaremos el triple o el cuádruple, si Zeus nos permite algún día tomar la bien murada ciudad de Troya.

130 Y, contestándole, el rey Agamenón le dijo:

131 Aunque seas valiente, deiforme Aquiles, no ocultes así tu pensamiento, pues no podrás burlarme ni persuadirme. ¿Acaso quieres, para conservar tu recompensa, que me quede sin la mía, y por esto me aconsejas que la devuelva? Pues, si los magnánimos aqueos me dan otra conforme a mi deseo para que sea equivalente... Y si no me la dieren, yo mismo me apoderaré de la tuya o de la de Ayante, o me llevaré la de Ulises, y montará en cólera aquél a quien me llegue. Mas sobre esto deliberaremos otro día. Ahora, ea, echemos una negra nave al mar divino, reunamos los convenientes remeros, embarquemos víctimas para una hecatombe y a la misma Criseide, la de hermosas mejillas, y sea capitán cualquiera de los jefes: Ayante, Idomeneo, el divino Ulises o tú, Pelida, el más portentoso de todos los hombres, para que nos aplaques con sacrificios al que hiere de lejos. 148 Mirándolo con torva faz, exclamó Aquiles, el de los pies ligeros:


149 -¡Ah, impudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto a obedecer tus órdenes ni un aqueo siquiera, para emprender la marcha o para combatir valerosamente con otros hombres? No he venido a pelear obligado por los belicosos troyanos, pues en nada se me hicieron culpables -no se llevaron nunca mis vacas ni mis caballos, ni destruyeron jamás la cosecha en la fértil Ftía, criadora de hombres, porque muchas umbrías montañas y el ruidoso mar nos separan-, sino que te seguimos a ti, grandísimo insolente, para darte el gusto de vengaros de los troyanos a Menelao y a ti, ojos de perro. No fijás en esto la atención, ni por ello te tomas ningún cuidado, y aun me amenazas con quitarme la recompensa que por mis grandes fatigas me dieron los aqueos. Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando éstos entran a saco una populosa ciudad de los troyanos: aunque la parte más pesada de la impetuosa guerra la sostienen mis manos, tu recompensa, al hacerse el reparto, es mucho mayor; y yo vuelvo a mis naves, teniéndola pequeña, aunque grata, después de haberme cansado en el combate. Ahora me iré a Ftía, pues lo mejor es regresar a la patria en las cóncavas naves: no pienso permanecer aquí sin honra para procurarte ganancia y riqueza. 

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