Ilíada 24 XXIV, 692-804
Llegada del cadáver de Héctor a Troya y sus funerales
692 Mas, al llégar al vado del voraginoso Janto, río de hermosa corriente
que el inmortal Zeus había engendrado, Hermes se fue al vasto Olimpo. La Aurora
de azafranado velo se esparcía por toda la tierra, cuando ellos, gimiendo y
lamentándose, guiaban los corceles hacia la ciudad, y les seguían las mulas con
el cadáver. Ningún hombre ni mujer de hermosa cintura los vio llegar antes que
Casandra, semejante a la áurea Afrodita; pues, subiendo a Pérgamo, distinguió
el carro y en él a su padre y al heraldo, pregonero de la ciudad, y vio detrás
a Héctor, tendido en un lecho que las mulas conducían. En seguida prorrumpió en
sollozos y fue clamando por toda la ciudad:
704 -Venid a ver a Héctor, troyanos y troyanas, si otras veces os
alegrasteis de que volviese vivo del combate; pues era el regocijo de la ciudad
y de todo el pueblo.
707 Así dijo, y ningún hombre ni mujer se quedó allí, en la ciudad. Todos
sintieron intolerable congoja y fueron a juntarse cerca de las puertas con el
que les traía el cadáver. La esposa querida y la veneranda madre, echándose las
primeras sobre el carro de hermosas ruedas y tocando con sus manos la cabeza de
Héctor, se arrancaban los cabellos; y la turba las rodeaba llorando. Y hubieran
permanecido delante de las puertas todo el día, hasta la puesta del sol,
derramando lágrimas por Héctor, si el anciano no les hubiese dicho desde el
carro:
716 -Haceos a un lado para que yo pase con las mulas; y, una vez lo haya
conducido al palacio, os hartaréis de llanto.
718 Así habló; y ellos, apartándose, dejaron que pasara el carro. Dentro ya
del magnífico palacio, pusieron el cadáver en torneado lecho a hicieron sentar
a su alrededor cantores que preludiaban el treno: éstos cantaban dolientes
querellas, y las mujeres respondían con gemidos. Y en medio de ellas Andrómaca,
la de níveos brazos, que sostenía con las manos la cabeza de Héctor, matador de
hombres, dio comienzo a las lamentaciones exclamando:
725 -¡Marido! Saliste de la vida cuando aún eras joven, y me dejas viuda en
el palacio. El hijo que nosotros ¡infelices! hemos engendrado es todavía
infante y no creo que llegue a la mocedad; antes será la ciudad arruinada desde
su cumbre, porque has muerto tú que eras su defensor, el que la salvaba, el que
protegía a las venerables matronas y a los tiernos infantes. Pronto se las
llevarán en las cóncavas naves y a mí con ellas. Y tú, hijo mío, o me seguirás
y tendrás que ocuparte en oficios viles, trabajando en provecho de un amo
cruel; o algún aqueo lo cogerá de la mano y lo arrojará de lo alto de una
torre, ¡muerte horrenda!, irritado porque Héctor le matara el hermano, el padre
o el hijo; pues muchos aqueos mordieron la vasta tierra a manos de Héctor. No
era blando tu padre en la funesta batalla, y por esto le lloran todos en la
ciudad. ¡Oh Héctor! Has causado a tus padres llanto y dolor indecibles, pero a
mí me aguardan las penas más graves. Ni siquiera pudiste, antes de morir,
tenderme los brazos desde el lecho, ni hacerme saludables advertencias que
hubiera recordado siempre, de noche y de día, con lágrimas en los ojos. 746 Así
dijo llorando, y las mujeres gimieron. Y entre ellas, Hécuba empezó a su vez el
funeral lamento: 748 -¡Héctor, el hijo más amado de mi corazón! No puede
dudarse de que en vida fueras caro a los dioses, pues no se olvidaron de ti en
el fatal trance de la muerte. Aquiles, el de los pies ligeros, a los demás
hijos míos que logró coger vendiólos al otro lado del mar estéril, en Samos,
Imbros o Lemnos, de escarpada costa; a ti, después de arrancarte el alma con el
bronce de larga punta, lo arrastraba muchas veces en torno del sepulcro de su
compañero Patroclo, a quien mataste, mas no por esto resucitó a su amigo. Y
ahora yaces en el palacio, tan fresco como si acabaras de morir y semejante al
que Apolo, el del argénteo arco, mata con sus suaves flechas.
760 Así habló, derramando lágrimas, y excitó en todos vehemente llanto. Y
Helena fue la tercera en dar principio al funeral lamento:
762 -¡Héctor, el cuñado más querido de mi corazón! Mi marido, el deiforme
Alejandro, me trajo a Troya, ¡ojalá me hubiera muerto antes!; y en los veinte
años que van transcurridos desde que vine y abandoné la patria, jamás he oído
de tu boca una palabra ofensiva o grosera; y si en el palacio me increpaba
alguno de los cuñados, de las cuñadas o de las esposas de aquéllos, o la suegra
-pues el suegro fue siempre cariñoso como un padre-, contenías su enojo
aquietándolos con tu afabilidad y tus suaves palabras. Con el corazón afligido
lloro a la vez por ti y por mí, desgraciada; que ya no habrá en la vasta Troya
quien me sea benévolo ni amigo, pues todos me detestan.
776 Así dijo llorando, y la inmensa muchedumbre prorrumpió en gemidos. Y el
anciano Príamo dijo al pueblo:
778 -Ahora, troyanos, traed leña a la ciudad y no temáis ninguna emboscada
por parte de los argivos; pues Aquiles, al despedirme en las negras naves, me
prometió no causar-nos daño hasta que llegue la duodécima aurora. 782 Así dijo.
Pronto la gente del pueblo, unciendo a los carros bueyes y mulas, se reunió
fuera de la ciudad. Por espacio de nueve días acarrearon abundante leña; y,
cuando por décima vez apuntó la aurora, que trae la luz a los mortales, sacaron
llorando el cadáver del audaz Héctor, lo pusieron en lo alto de la pira y le
prendieron fuego.
788 Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos
dedos, congregóse el pueblo en torno de la pira del ilustre Héctor. Y cuando
todos acudieron y se hubieron reunido, apagaron con negro vino la parte de la
pira a que la violencia del fuego había alcanzado; y seguidamente los hermanos
y los amigos, gimiendo y corriéndoles las lágrimas por las mejillas, recogieron
los blancos huesos y los colocaron en una urna de oro, envueltos en fino velo
de púrpura. Depositaron la urna en el hoyo, que cubrieron con muchas y grandes
piedras, y erigieron el túmulo. Habían puesto centinelas por todos lados, para
no ser sorprendidos si los aqueos, de hermosas grebas, los acometían. Levantado
el túmulo, volviéronse; y, reunidos después en el palacio del rey Príamo,
alumno de Zeus, celebraron un espléndido banquete fúnebre.
804 Así hicieron las honras de Héctor, domador de caballos.
FIN DE ILÍADA
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